Se cuenta la historia de un águila que había construido su nido en lo alto de un peñasco.
Cierto día cuando volaba en torno de su nido, el águila vio a su aguilucho recién nacido que se agarraba desesperadamente del borde del nido, tratando con todas sus fuerzas de sostenerse e impedir así una caída al abismo, lo que sería fatalmente su fin.
Como era imposible alcanzar el peñasco antes que su cría cayera, el águila descendió con la velocidad de un rayo debajo de su hijito y abrió sus fuertes alas para interrumpir su caída. Con su cría agarrada a ella el águila planeó entonces con seguridad de vuelta al nido.
“El Dios eterno es tu protector y por debajo tuyo extiende sus brazos eternos”. (Deuteronomio 33.27).
Así como el águila extendió sus alas para interrumpir la caída de su cría, así Dios extiende sus brazos para interrumpir la caída de cada uno de sus hijos.
“Entrega tu camino al Señor, confía en él y el resto él lo hará” (Sl 37.5)